En una entrada anterior explicaba que, de vez en cuando, escribiría sobre los relatos de mi libro Échale la culpa a Milli Vanilli.
Esta serie me permite adentrarme en el proceso creativo y el origen de las historias detrás de cada cuento. Hoy toca Mermelada de melocotón. Espero que os guste.
La historia
Este relato narra la historia de Éster (así, con tilde en la E), una joven que vive entre dos mundos: su vida familiar y la Colonia Jeremías, una comunidad religiosa (¿una secta?) a la que se unió cuando empezó a salir con Elías. Tras el ictus de su padre, Éster regresa temporalmente a casa para ayudar en su recuperación. Durante este tiempo, experimenta un conflicto interno entre su deseo de libertad y las expectativas de la Colonia.
¿Vivirías en una comunidad sin comodidades?
Al concebir Mermelada de melocotón, tenía claro que no quería escribir una historia típica sobre los horrores de una secta ni, por el contrario, sobre las maravillas de vivir en una comunidad al estilo del siglo XVIII para escapar de la complejidad moderna.
Buscaba un enfoque equilibrado, ni blanco ni negro, ni sol ni sombra, ni caliente ni frío.
¿Qué pasaría si alguien inteligente y sensato como Éster decide libremente abandonar su vida acomodada? ¿Y si el lugar al que se muda, contra todo pronóstico, no resulta ser un infierno alienante? Este es el punto de partida del relato: una joven con una buena situación socioeconómica, familia y pareja, un día lo deja todo para unirse a una colonia religiosa con un chico que apenas conoce.
El enfoque innovador —o al menos esa fue mi intención— radica en que Éster vuelve sin problemas a su hogar cuando su padre enferma (la secta no ejerce presiones asfixiantes), y a lo largo de la historia se evidencia que, pese a todo, aún aprecia muchos aspectos de su vida anterior, tan distinta a la que lleva en la Colonia.
Hasta entra de nuevo en su ordenador para abrir una aplicación de citas que frecuentaba antes de marcharse de su casa.
¿Por qué toma luego las decisiones que toma? Creo que es precisamente la dificultad de entender algunas de las decisiones de Éster lo que mantiene al lector enfrascado en la historia.
Un fragmento: el comienzo del relato
Éster apagó el cigarrillo y lo arrojó por la ventana cuando Elías entró en la cocina con una cesta de melocotones. Era la cuarta o la quinta, y eso que solo eran las diez de la mañana. No hizo ningún comentario cuando vio a Éster fumando, se limitó a dejar en el suelo la cesta porque sobre la encimera no cabía nada más, llena como estaba de botes de mermelada con una pegatina roja en su tapa y otros con una pegatina verde que indicaba que lo que contenían era confitura.
La gente suele confundir la confitura con la mermelada. Sus padres, por ejemplo, jamás repararían en la diferencia entre una y la otra. Eran escasas las ocasiones, que ella recordara, en las que sus padres hubieran pisado un supermercado para hacer la compra. Tampoco ninguna de sus amigas urbanitas sabría la diferencia. Si acaso, Sara, que era la única que los visitaba en el campo. Algo tendría que estar aprendiendo con sus visitas.
Pesó la cantidad justa de azúcar —ahora volvía con las mermeladas, que no llevan agua y tienen menos azúcar que las confituras— y la añadió a la fruta ya pelada y cortada que tenía en la cazuela, sobre el fuego. Por alguna razón, la llama de gas se apagó enseguida. Trató de levantar la bombona conectada al hornillo, pero no fue capaz, así que sacó la cabeza por la ventana por la que había arrojado lo que le quedaba de cigarro unos minutos antes y llamó a gritos a Elías.
—¡Es el gas! ¡Creo que se ha terminado!
Cuando lo vio de entrar de nuevo en la cocina secándose el sudor de la frente con una toalla y levantar la bombona sin apenas esfuerzo, pensó en lo afortunada que era, a pesar de las incomodidades. Vivía en el campo, rodeada de árboles frutales, comía sano —todo lo que les ofrecía el huerto que ellos mismos cultivaban, hasta había ganado algo de peso—, no sentía el estrés del trabajo ni sufría la prisa de la ciudad. Era un sitio privilegiado para educar niños, cuando los tuvieran. Ni loca volvería a la vida que tenía antes de casarse, cuando hacía la pasantía en el despacho de su madre.
Claro que no todo era idílico: no tenían luz eléctrica ni agua corriente, aunque entre las viejas placas solares, el gas y el agua que extraían de un pozo incluido en las más de dos hectáreas de su propiedad se apañaban de sobra.
👉🏻 Si os interesa saber qué pasó por mi cabeza en aquel momento, dejad un comentario.
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